03 abril 2020

Eduardo y el bicho chino.



Con cierto optimismo compraba media docena de plantas florales días antes de que la primavera se anunciara, cuando las chaquetas empezaban a dar calor y los días ya eran más largos, raras veces llegaban vivas al otoño, aunque Eduardo dejaba aquellos esqueletos en sus macetas todo lo que restaba de año por sí el milagro de la resurrección sucedía durante las lluvias, como si los días sin agua (vagancia de riego) de la temporada estival llegaran con carácter retroactivo. Pero a Eduardo no parecía importarle el florestomasoquismo del que hacia gala, nunca faltaba a la cita, a la adquisición del ornamento, que mientras duraba, llenaba de luz y color las tristes estancias de la casa semivacía en la que residía. Buscaba siempre la diversidad y pocas veces repetía tipo, si un año eran petunias, violetas y dalias, otras veces hortensias, gladiolos y narcisos, nunca arbustos, cactus ni coníferas, por mucho que se las recomendara Hermosinda la de la floristería, que cada año le hacia la misma pregunta, -porqué no lleva ésta que le dura más-, y el respondía siempre lo mismo, -son más feas, y si alguna trae una flor en cuanto se le cae esa flor no vuelve jamás-. Y por otra sencilla razón, que igual se le escapaba a la florista, si las plantas duraban todo el año él no podía acudir a la cita anual a la floristería, ya que Eduardo era un hombre muy de costumbres y en los últimos cincuenta años todos los días de su vida eran prácticamente iguales, y son cincuenta porque de los primeros quince, la verdad, tampoco se acordaba demasiado.
Llegó el ansiado marzo y a finales, cuando visitar la floristería estaba al caer, salieron ministros del gobierno en la televisión anunciando que -no sé qué gripe- estaba complicando la existencia de la ciudadanía y había que quedarse en casa, justo ese año, que para colmo había ido a ponerse la vacuna anti gripal. Salió al rellano y observó a las vecinas, que ya se arremolinaban a dar cuenta de la hecatombe que se vaticinaba, alguna con la toalla enroscada a la cabeza, otra con un niño en brazos, y la señora Lourdes la del segundo gritando porque se le había perdido el gato, entendió a medias lo de quedarse en casa y de que había que comprar papel higiénico, de lo demás todo muy confuso, entre el griterío y el tonto del ático, que hacía chistes sobre el presidente del gobierno, no logró saber que coño estaba pasando. De vuelta a casa, Eduardo se sentó a ver los informativos, y al tercer día ya se daba cuenta, más o menos, de lo que estaba ocurriendo y cual eran sus obligaciones como ciudadano, y por supuesto, de ir a la floristería nada, al quinto día bajo al ultramarinos Flora, donde habitualmente compraba, ataviado de unos guantes de cuando fue a Jaca  y de una bufanda tapando las vías respiratorias, tuvo que parar a medio camino porque se estaba ahogando. Cuando alcanzó la tienda llenó el carro de latas de alcriques, don simón y pan tostado, ni se preocupó en comprar papel del culo, tenía camisetas interiores viejas que podía lavar y reutilizar las veces que hicieran falta, de algo servían dieciséis meses en el cuartel de zapadores en Burgos, si algo le enseñó la mili fue a sobrevivir en condiciones adversas, si aguantó el hambre y los palos, un bicho chino no podría con él. A los seis días de encierro estaba hasta los cojones de los alcriques, no le quedaba don simón y olía a mierda toda la casa, salía a las ocho al balcón todos los días para mandar callar a los vecinos. A los ocho días volvió a la de Flora a por víveres, de esta vez compró sardinillas, mejillones en salsa de vieira, un atado familiar de limpiaculos y seis botellas de güisqui dic. Al día diez ya no le quedaban macetas en casa, se las tiraba a todo aquel vecino que se asomara a cantar el resistiré. Al día doce ya cantaba el resistiré en bucle. El día quince madrugó para tirarse del balcón, con la mala suerte de que fue a caer encima de un fox terrier mediano que salió a pasear a su amo, que desconcertado y  medio dormido tardo un rato en enterarse de lo que estaba pasando, cuando llego el samur, aun Santi (nombre del fox terrier que terminó pereciendo en quirofano cuando lo operaban de sus cuatro patas rotas) lamia trocitos de los sesos de Eduardo. 
Los vecinos del edificio nunca entendieron como Eduardo actuó de esa manera tan cobarde, ya que desde que lo conocían, siempre había vivido confinado, pero eso sí, los perros nunca le gustaron demasiado.  
 CORONAVIRUS: Qué es, síntomas y todo lo que debes saber del covid-19

16 diciembre 2016

El ahogado.


Se lo encontró la primera persona que esa mañana bajó a la playa a pasear. Serían sobre las 7:30 de la mañana, se asustó al ver el bulto en la orilla, a veces varan arroaces tras el  temporal. Sin tener muy claro de que se trataba, y para cetáceo tiraba  a raruno, marcó el número de la policía local, en quince minutos estaban allí, y en media hora ya había un pequeño corrillo de unas diez personas alrededor de lo que quedaba de un cuerpo, dos horas más tarde llegó el juez, la policía apartaba a más de cincuenta personas que ya se daban cita en el lugar, jugando a poner nombre y apellidos a aquella masa momificada, y repasando la lista de los últimos años de naufragios y desaparecidos. Entre ancianos y expertos marineros llegaron a la conclusión de que debía de llevar más de dos meses en el fondo del mar, quizás entre las rocas o enganchado a alguna red, y  el último temporal lo desprendiera de su escondrijo y lo devolviera a la playa para que sus familiares pudieran dar cristiana sepultura.
Los habitantes de los océanos habían hecho  un trabajo minucioso, digno del mejor taller de efectos especiales hollywoodiense, la cabeza estaba completamente mordisqueada, como si hubiese sido pinchada múltiples veces con un punzón concienzudamente,  quizás un pulpo anduvo adosado a su cabeza algún tiempo y en sus ventosas se quedaron  los ojos y los cabellos, ya que por las cuencas aparecía de vez en cuando un pequeño cangrejo,  la calavera y los cuatro hilillos de lo que antes fue pelo, le daban un aire a medusa y  hasta alguien se apartó, por si le picaba. Los dedos faltaban en mayor o menor medida. En la barriga semi-hinchada y  llena de algas, había alojada una piedra del tamaño de una mano (alguien la tiró aprovechando un despiste policial), tras arrojarla sonó como una fuerte ventosidad e inmediatamente un nauseabundo hedor se apoderó de la zona, esto hizo que la gente  se dispersara raudamente hasta unos cincuenta metros de distancia, mientras un gentil agente, tapándose la tocha con un pañuelo, buscaba con los ojos al simpático de turno. Lo que mejor conservaba eran las piernas, la única ropa que llevaba, un pantalón  verde pescador con sus inseparables botas de goma, que no habían permitido participar en el festín de pezuñas a una familia de salmonetes. 
Tras el levantamiento del cadáver escupido por el mar, la gente se preguntaba como  iban a reconocerlo por las piernas, aunque algún pavero (quizás el de la piedra) dijo jacarandoso: - ¿quién sabe, igual entre las piernas tiene alguna peculiaridad?, y otro -¿es verdad, también puede tener un tatuaje en el culo?-.


@jorjowski

03 diciembre 2014

La racha



Las rachas van cediendo, al igual que las bisagras de las puertas con el paso de los años, pero uno se cansa de esperar y acaba por tirar la puerta a patadas. Pero es peor que ocurra como con esos viejos relojes seiko de acero, que nunca pasan de moda y nunca se averían, entonces lo metes en un cajón por aburrimiento y compras otro. Yo llevo el mismo desde hace quince años, me regalaron uno de esos modelos actuales, que son grandísimos, como si estuvieran fabricados  para un puto miope, y lo que hice fue tirar el moderno al cajón.
No se como hace esa gente que se gana la vida jugando al póker, yo solo pierdo, se necesitan imbéciles como yo para que otros vivan de este juego. Soy un perdedor y los perdedores jugamos para no ganar, para pasar el rato, para acompañar el whisky; después en la vida diaria nos va de puta madre, no vaya a ser que cambie la suerte a ganador y después la jodamos arruinándonos o diagnosticándonos un cáncer o cualquier otra común desgracia. Dejemos las cosas como están, hay gente que le da de comer a los patos, a los gatos o a los indigentes, otros (un poco más imbéciles que yo) dejan sus bienes a la iglesia, príncipes y otras sectas: pues yo ayudo a pagar la carrera a chavales con gran coeficiente intelectual que se aburren en clase, a que los ajedrecistas de segunda se lleven un sobresueldo, a que tipos de Sarajevo o Indiana paguen sus hipotecas, sus cervezas o lo que le salga de los cojones.

 

02 mayo 2013

Salitre.


Olías a salitre y barbitúricos tras varios días en alta mar, te enderezaste con vino y huevos fritos. El pelo áspero y salvaje se tornaba en un pajizo impuesto por el sol, llevabas puesto un vestido corto sin planchar con un generoso escote en donde casi no existían pechos: solamente el garabato suficiente de unos pezones inhiestos. Fue al invitarte a una copa cuando narraste el último periplo de ultramar, desde Dinamarca a mi puerto, con un marcado y excitante acento francés. Al cuarto licor café nos fuimos a mi casa. Suplicó una ducha. Mientras le acariciaba el agua dulce, yo observaba, hacia mucho tiempo que no veía tanto pelo en la asila de una mujer, ante la incipiente erección, me fui a la terraza, impaciente e intrigado por desvelar si  ese estado semisalvaje que trajo el océano era extrapolable al sexo. Entró aún mojada y desnuda a la balconada para secarse al relente de la luna, empecé a jugar con el vello de su pubis mientras ella apuraba un trago. Aún sabia a salitre. A la mañana siguiente me acerqué a la dársena para ver su pequeño velero partir, supongo que harás lo mismo en cada puerto, marcharte cuando la extasiada presa se funde en profundo sueño, ni un brazo alzó al pairo. Me acosté varios días con el mar anegando las sabanas.


20 marzo 2013

El reclamo.


No era el sonido de un violín, tampoco el de una flauta travesera, eran una pareja de jilgueros flirteando en el viejo carballo. No era un animal muerto, no había un contenedor de orgánicos cerca, era el olor que desprendía la sin techo que se sentó conmigo en el banco, con su carrito lleno de objetos imperfectos  y su perro piojoso, peludo y feo. Su rostro no reflejaba felicidad ni tristeza, de vez en cuando esbozaba una sonrisa heboide. Estaba demasiado arropada para la cálida temperatura primaveral, incluso llevaba unos guantes de lana cortados por los nudillos, parecía anclada a un invierno perpetuo.
-Quítese el guante de la mano derecha- Me observo huraña y desconfiada, pero tres segundos después accedió a mi petición sin un porqué. Saqué del bolsillo un grueso anillo de oro blanco aderezado con un precioso diamante, tomé su mano y coloqué la sortija en su dedo anular, si no fuera por la roña que oscurecían sus largas uñas, el hollín de sus dedos y la nicotina de siglos allí incrustada, incluso dejaría que me acariciara, como era su intención –Es para ti, te lo regalo, la mujer a la que iba destinado no lo quiso, véndelo en una de esas tiendas que compran oro y podrás deshacerte del invierno-
La dejé con lagrimas en los ojos, tocando y acariciando suavemente el objeto, justo el efecto que quise para el reclamo en su día, pero quizás en la persona equivocada.  


17 febrero 2013

Margot


Paré en un restaurante-hostal de carretera a desayunar, los camiones ocupaban gran parte del parking, sus conductores estarían desperezándose para emprender su viaje. Los jamones adornaban el techo de la barra, un bigotón obeso jugaba a la tragaperras, la camarera no tenía acento de Burgos, pedí una cerveza y un bocata de jamón; ni la retirada de puntos, ni los ilustrativos anuncios de la DGT cambiaran mis hábitos alimenticios. De las escaleras que daban a las habitaciones empezaban a brotar cuerpos grandes embobecidos, acompañados por un halo a after save y reflex,  también bajaba alguna que otra puta traída expresamente de algún club cercano (ese aroma sí me resultaba familiar). En quince minutos el bar estaba lleno de prisas y despedidas. Una mano se posó en mi hombro – Qué tal, cuánto tiempo –Ya ves, me cambiaron la ruta, tú también estas lejos de donde te encontré la última vez – A mi también me hacen cambiar de ruta – A las cinco tengo que estar en un polígono de Benavente, me sobra tiempo –Pues es tu día de suerte, la habitación esta paga hasta las doce, si no te importa acostarte donde hace unas horas roncaba un fresador de Cigales -Contigo me acostaría en esa cama aunque acabaran de levantar el cadáver putrefacto de un alcalde de vox.
A la una nos despedimos -¿Te llevo a algún sitio? –No, unas compañeras vienen a comer, quedé con ellas, trabajamos en un club a menos de un kilómetro de aquí –Pues me pasaré a verte, me has dado más amor en una hora, que lo que muchos puedan llegar a recibir en toda su miserable y aseada vida.
Empezaba el goteo de gente para almorzar: un viejo hablaba solo y se rascaba los güevos, dos tipos discutían de no sé que entrenador portugués, la televisión difamaba sobre la crisis mundial,  en la puerta del negocio se hacinaba un grupo de fumadores entre esputos y toses. Hoy no habría dado ni un duro por este día, aunque de vez en cuando dudo sobre la existencia de los ángeles. Entré en la cabina del camión, busqué una vieja cinta de Malevaje y la introduje en el radio-cassete, quería continuar el viaje soñando con Margot.