Con cierto optimismo
compraba media docena de plantas florales días antes de que la
primavera se anunciara, cuando las chaquetas empezaban a dar calor y
los días ya eran más largos, raras
veces llegaban vivas al otoño, aunque Eduardo dejaba aquellos
esqueletos en sus macetas todo lo que restaba de año por sí el
milagro de la resurrección sucedía durante las lluvias, como si los
días sin agua (vagancia de riego) de la temporada estival llegaran con carácter retroactivo.
Pero a Eduardo no parecía importarle el florestomasoquismo del que
hacia gala, nunca faltaba a la cita, a la adquisición del ornamento,
que mientras duraba, llenaba de luz y color las tristes estancias de
la casa semivacía en la que residía. Buscaba siempre la diversidad
y pocas veces repetía tipo, si un año eran petunias, violetas y
dalias, otras veces hortensias, gladiolos y narcisos, nunca arbustos,
cactus ni coníferas, por mucho que se las recomendara Hermosinda la
de la floristería, que cada año le hacia la misma pregunta,
-porqué no lleva ésta que le dura más-, y el respondía
siempre lo mismo, -son más feas, y si alguna trae una flor en cuanto
se le cae esa flor no vuelve jamás-. Y por otra sencilla razón, que
igual se le escapaba a la florista, si las plantas duraban todo el
año él no podía acudir a la cita anual a la floristería, ya que
Eduardo era un hombre muy de costumbres y en los últimos cincuenta
años todos los días de su vida eran prácticamente iguales, y son
cincuenta porque de los primeros quince, la verdad, tampoco se
acordaba demasiado.
Llegó el ansiado
marzo y a finales, cuando visitar la floristería estaba al caer,
salieron ministros del gobierno en la televisión anunciando que -no
sé qué gripe- estaba complicando la existencia de la ciudadanía y
había que quedarse en casa, justo ese año, que para colmo había
ido a ponerse la vacuna anti gripal. Salió al rellano y observó a
las vecinas, que ya se arremolinaban a dar cuenta de la hecatombe que
se vaticinaba, alguna con la toalla enroscada a la cabeza, otra
con un niño en brazos, y la señora Lourdes la del segundo gritando
porque se le había perdido el gato, entendió a medias lo de
quedarse en casa y de que había que comprar papel higiénico, de lo
demás todo muy confuso, entre el griterío y el tonto del ático,
que hacía chistes sobre el presidente del gobierno, no logró saber
que coño estaba pasando. De vuelta a casa, Eduardo se sentó a ver
los informativos, y al tercer día ya se daba cuenta, más o menos,
de lo que estaba ocurriendo y cual eran sus obligaciones como
ciudadano, y por supuesto, de ir a la floristería nada, al quinto
día bajo al ultramarinos Flora, donde habitualmente compraba,
ataviado de unos guantes de cuando fue a Jaca y de una bufanda tapando las
vías respiratorias, tuvo que parar a medio camino porque se estaba
ahogando. Cuando alcanzó la tienda llenó el carro de latas de
alcriques, don simón y pan tostado, ni se preocupó en comprar papel
del culo, tenía camisetas interiores viejas que podía lavar y
reutilizar las veces que hicieran falta, de algo servían dieciséis
meses en el cuartel de zapadores en Burgos, si algo le enseñó la
mili fue a sobrevivir en condiciones adversas, si aguantó el hambre
y los palos, un bicho chino no podría con él. A los seis días de
encierro estaba hasta los cojones de los alcriques, no le quedaba don
simón y olía a mierda toda la casa, salía a las ocho al balcón
todos los días para mandar callar a los vecinos. A los ocho días
volvió a la de Flora a por víveres, de esta vez compró
sardinillas, mejillones en salsa de vieira, un atado familiar de
limpiaculos y seis botellas de güisqui dic. Al día diez ya no le
quedaban macetas en casa, se las tiraba a todo aquel vecino que se
asomara a cantar el resistiré. Al día doce ya cantaba el resistiré
en bucle. El día quince madrugó para tirarse del balcón, con la
mala suerte de que fue a caer encima de un fox terrier mediano que salió a pasear
a su amo, que desconcertado y medio dormido tardo un rato en enterarse de lo que estaba pasando, cuando llego el samur, aun Santi (nombre del fox terrier que terminó pereciendo en quirofano cuando lo operaban de sus cuatro patas rotas) lamia trocitos de los sesos de Eduardo.
Los vecinos del edificio nunca entendieron como Eduardo
actuó de esa manera tan cobarde, ya que desde que lo conocían,
siempre había vivido confinado, pero eso sí, los perros nunca le gustaron demasiado.