Parecía que la mandíbula
iba a desencajársele en cualquier momento. La acababan de despedir del
trabajo en un bar de copas, se estaba dando un homenaje de rabia tomándose unas
copichuelas -eso me dijo- también necesitaba alguien para contarle sus penas –eso
creía yo- El siguiente viaje al wc ya no lo hizo sola, uno no siempre es el
elegido para consolar a una veinteyalgoañera que bien hubiera podido pasar por una periodista de la sexta, quizás la seriedad y
cierto aire de dandysmo al fondo de una barra daba algún punto a mi favor –Sos
un pibe cojonudo- y solo llevaba tres horas aguantando estoicamente un monólogo
sobre la tragedia humana, los jefes boludos y lo conchudos que eran los
clientes de madrugada. Cuando la música cesó y se encendieron las luces del
último local abierto avancé hacia la salida con aquel cuerpo glorioso y frágil
colgado del cuello, el único alcohol que entro en mi boca en la última hora era
el que se desprendía de su lengua ágil, pastosa, acida y viciosa. La bienvenida
tenue luz del nuevo día dejaba entrever los rastros del naufragio, anatomías
deshechas, rostros de película serie Z,
procesión de bultos desfigurados. – Vivo
cerca, en aquella dirección – No me dejés, veníte a casa, por favor-
Acabábamos de entrar en un coqueto y desordenado piso-estudio de una urbanización de las
afueras, de una de las dos únicas
puertas que había en la estancia, salió
un chavalín de unos ocho años somnoliento, desperezándose, de la mano de
un feo y viejo oso – Ya te has
despertado mi amor, petiso, cariño, es muy temprano, andá, volovéte a dormir- se abrazaron.
Antes de que esa tierna escena materna finalizase ya me encontraba
andando por la acera, seria incapaz de
soportarlo, estar en la cama, durmiendo, tomando una copa o simplemente
charlando en el sofá, sabiendo que aquella criatura necesitaba ya a su madre.
Quizás vuelva por aquí, siempre me quedará la duda de si se arrepentiría de esa noche, o que quisiera volver a verme, pero aunque así sea y no
vuelva a verla jamás, siempre recordare esos ojos verde vidrio incrustados en
ojeras de volátil malva, sentada en el retrete, mirándome entre benevolencia y
saña, mientras me disponía a vaciar la bolsita del último gramo sobre un gastado dni, a un minuto escaso de
hacer desaparecer en su boca mi apreciado amigo púrpura, con la sapiencia y parsimonia
del que sabe apreciar un buen trabajo.
Silvia Andrea Lucovic Pastiani, nació en
San Justo, provincia Buenos Aires, el
09-07-1979. Alcancé a leer mientras enrollaba veinte euros.
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