14 diciembre 2012

Un buen día



El viejo BMW del 87 empezaba a gastar más en carburante que su dueño en guisqui, y eso no lo iba a consentir, así que di una vuelta por la ciudad hasta encontrar un sitiazo céntrico, de esos que solo encuentras un lunes de madrugada, de esos que te dan ganas de no mover el coche jamás. Llevaba ya aparcado como un par de semanas, de vez en cuando me acercaba a visitarlo, para comprobar que todo estaba en su sitio, o por si me encontraba un yonki pernoctando, o unos ladrillos en el sitio de las ruedas, ya sería mala suerte que le tocara al mío entre tanto último modelito. 
Las cosas no habían pintado mal en las últimas horas, acababa de ganar dos mil euros en tres horas a un par de chavales, de esos fogueados en pokerstars que se creen los reyes del mambo, pero que hoy le tocó ir de pagafantas. En el bar de J, al fondo del local, en la puerta que pone almacén, ahí nos juntábamos cada tarde,  en citas que podían prolongarse hasta bien entrada la madrugada. Los zagales entraron en el bar  acompañados de un jugador habitual, que junto con otros tres que ya esperábamos,  dimos comienzo a la jornada laboral. Media hora más tarde la mesa se completa, ya éramos los ocho que pasaríamos un largo rato juntos. Dos horas después cuando pensé que las ciegas y un par de all-in mal jugados se iban a cargar mi presupuesto semanal me entraron cuatro excelentes manos, pronto llegué a la cantidad digna para retirarse,  apuré el jotabé aguado, me erguí con parsimonia y solté un hasta mañana. Podría esperar y  ganar cuatro mil o perderlo todo, pero como era propenso a lo segundo sabia cuando tenía que largarme, uno con el tiempo acaba acatando conceptos que por básicos a veces pasan desapercibidos.
Tras un breve paseo llegué hasta el vehículo, tiré del aire y a la tercera arrancó con su ronco y perezoso despertar, dejé que se calentara, mientras, eché una mano a la caja de casetes que tenía en el asiento trasero, al azar cogí una cinta y la introduje en el aparato: empezó a sonar el Agotados de esperar el fin, recosté la cabeza contra el asiento y encendí un cigarro, pues sí que va ser una gran día. Busqué la salida de la ciudad como el que intenta sacar la cabeza del agua tras llevar un minuto sumergido. Me dirigí al club de las grandes ocasiones, en el lúgubre local dos habituales y tres hastiadas rumanas me recibían cuan aparición fantasma, solo quedaba decrepitud en un sitio otrora muy en boga antes de las autopistas, no hay ni una sola nalga en este país donde la crisis no haya posado su pezuña. Pedí una consumición para mí y otra para Halyna, le comenté que hubiera tenido un buen día, que mi coche tenía el depósito lleno y que ya estábamos tardando en subir las escaleras: mañana será otro día.


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