Rumiaba palabras cabizbajo, se agarraba al vaso como un
preso a los barrotes pidiendo clemencia al carcelero. Su rostro era una
cartografía donde cada arruga equivalía a un año de tristeza, un perro
callejero no envidiaría esa vida, solo le faltaba morir atropellado, nadie
recogería el cadáver de la cuneta. Siempre lo recuerdo al fondo de la barra,
parte del ornamento del local junto con el serrín del suelo y las cáscaras de
maní, el hule amarillento, la botella de
Real Tesoro, algún viejo cartel taurino y la foto del Pontevedra en primera:
¡Hay que róelo!
Hacia sesenta años que en sus pulmones no entraba otra cosa
que alquitrán y asociados, desde la puta ley que apestaba aun más a los fumadores, tenia que arrastrarse desde su
escaño a la calle, como el que camina hacia el quirófano para ser operado a
vida o muerte. Nadie se dio cuenta que
en esos antros centenarios la gente acudía como el elefante a su descanso
eterno, tendrían que estar incluidos en el mismo grupo que las cárceles y los
psiquiátricos. Me dijeron que allí mismo le dio el infarto, no soportó tanta
ida y venida a la calle, tanto humo de coches y polución, aderezado con frío y humedad. Sobrevivió a amoríos tóxicos, a desahucios, a la no contributiva, al abandono y al
alcohol de un millón de botellones. -Lo
mató rebajar la dosis necesaria para ventilar su único pulmón, o las corrientes de ir a fumar a la calle, quien sabe. <decía un
parroquiano mientras enfilaba la puerta para echarse un cigarro al relente>.
Me alegra ver que sigues por aquí. Yo he vuelto, después de algunos años. Saludos.
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